Estaba nerviosa: lo estuve el día de antes y también allí, en su casa. Y tonta de mí pensaba que mi físico, mi desnudez, naturalidad y edad serían suficientes para aparentar que estaba por encima de aquel envite. Al otro lado él —encantador, tierno y concentrado en demostrarme que no era un niño— me observaba con seguridad y sin que mi presencia, ahora que él ocupaba el papel de observador, le impusiera.
“No te mira, no te está mirando… piensa en aire”. Y trataba de pensar en “aire” mientras mi cuerpo estaba anclado en esa pose y en su mirada. Todo se balanceaba, todo mi cuerpo sudaba, pero no me movía… No lograba equilibrarme ante los ojos de un niño y la mirada del hombre. Y me miraba y su mano se movía segura sobre el papel. “Llevas ya media hora. Estira si quieres”. “Ya ha pasado una hora. Estira, si quieres”… Y tras estirar varias veces me volvía a colocar en mi postura —piernas, cuelo, tripa, pecho, brazos—… Se levantó para colocarme el pie y, antes de proseguir con su dibujo, y como era un niño, no pensé que fuera a robarme un beso, en un pecho. Y como era un niño no pensé que fuera a robarme un beso, en los labios. Yo estática por fuera, blanca por dentro.
Y ambas cosas me sorprendieron, por algo de ingenua o por haberle subestimado pensando que mi desnudez era blanca o yo un gigante para alguien al que conocí pequeño y tímido. Y ahora, tímido pero decidido, me miraba como si yo fuera de talco, talco que se esfuma entre los dedos pero que ahora estaba en sus manos.
Fingí. Fingí que nada era nuevo para mí. Fingí tranquilidad, Fingí que no me había convertido en pequeña y que estaba en sus manos.
Se tumbó a mi lado. Aún desnuda empecé a estirarme por restar erotismo a la situación. Pero, pese a todo, yo seguía ahí. Podía haberme vestido, haberme alejado, pero seguía ahí. Ya no por atracción sino con la curiosidad de saber ante quién estaba —más desnuda que nunca—. Y me abrazó, y empezó a acariciarme en no sé qué momento de la canción que sonaba… “Qué suave eres”. Pero no me tocaba, no: “Quiero vete con mis manos”, susurró.
Y mi cabeza y todos mis pronombres emergieron de no sé dónde —de verdad que no sé dónde estaban—. Y en el suelo, apoyado contra la pared, estaba la lámina de dibujo en la que yo, curiosamente, me reconocía a trazos, y en la que él me había hecho fijarme para que yo tuviera claro cómo él me veía.
Y fue, en ese momento, donde yo me vi.
Yo, por fin, me vi.