Manuel se llamaba el padre, Manuela la mujer y tenían dos
hijitas que se llamaban…
Manuela se levantaba todos los días más tarde de lo que
admitía. Se despertaba a las 7:15 para poner el café, recién hecho, a su marido
y la bolsa de la comida a su hija pequeña. Tupper y fruta, siempre en la misma
bolsa de tela. Antes de que marido e hija salieran por la puerta se metía en la
cama porque, como ella bien decía, “dónde coño voy yo tan temprano”. Alrededor
de las 10, con la rutinaria llamada de teléfono de su hija mayor, finalmente se
incorporaba. “¿Dormida? ¡Qué va, si abrí el ojo cuanto tu padre se fue a las 7!”.
Desayunaba en su hermosa cocina marmolosa frente a la tele y deglutía las
interesantes y novedosas noticias del corazón con la misma avidez con la que
masticaba cada una de las galletas del paquete entero. Sí, evidentemente esta
cantidad también era negada ante notario sin pestañear, con vehemencia. Esto lo
hacía muy bien Manuela. Una vez tuvo una gran trifulca con la propietaria de la
casa pareja a la suya. Si bien es cierto que la señora llegó, sin motivo
aparente, aporreando la puerta, gritando y escupiendo al pajarito de doña
Manuela, también lo es que ésta la llamó cabrona y guarra. Tal espontaneidad le
costó una denuncia por insultos. El día del juicio, el juez, ante la mirada
atenta y degollada de la propietaria que no paraba de gritar, le preguntó a la
señora Manuela si había insultado a la loca que tenían frente a ellos llamándola,
literalmente, cabrona y guarra: “Señor
juez, esas palabras no forman parte de mi vocabulario”, dijo con elegancia y
una solemnidad incuestionable. Sí, Manuela era vehemente.
Después de desayunar, lavarse la cara, peinarse y ponerse
sus pendientes (pero no las bragas, porque cortan la circulación) comenzaba el
carnaval de la limpieza: bayetas, amoniaco, productos específicos para cada
rincón y superficie de la casa... Las escasas pelusas supervivientes del
holocausto del día anterior aguardaban agazapadas bajo la cama, silenciosas y frágiles,
sus últimas horas, minutos, segundos hasta el mortal ¡zap! tragaldabas del
aspirador. La limpieza gobernaba su día a día, su mundo, su forma de mirar a
los demás, de verse a sí misma más inmaculada y resplandeciente en un universo
de mediocridad. Se sentía digna de su marido, de su casa; se sentía mejor madre
y mejor mujer. Por eso, ese “guarra” dirigido a la iracunda de la vecina era el
peor de los insultos, lo más vejatorio y desproporcionado que Manuela podía
pronunciar contra un ser humano.
Y pasaban las horas y se contaba las cosas que pensaba en
alto mientras lavaba la ropa con un mimo artesanal para tenderla al aire libre izándola
como bandera de la que se sentía orgullosa. Atusaba las hojas de sus plantas
con sus manos, tocándolas, sintiéndolas; y con la misma delicadeza motivadora
de vida, limpiaba a su pajarito, Pedro. Un nombre bastante absurdo para un
canario que cantaba para la mejor de las audiencias, Manuela. Ella, por su
parte, le contaba todos los últimos cotilleos familiares: “Te lo podrás creer…
Si no les aguantan pero sí, hijo, sí, irán este fin de semana a casa de estos sólo
para ir a su piscina. Y mira lo que te voy a decir, Pedro, que yo para mojarme
el culo no le hago el papeleo a nadie, que antes cojo un vaso de agua y me lo
echo en el chocho”. Sí, así era Manuela: vehemente, limpia, noble, maternal y
auténtica.
Más tarde se arreglaba, más que coqueta, para que la viera
guapa Manuel al llegar a comer a casa. Manuela vivía en un continuo noviazgo
por más calzoncillos zurrasposos que lavara. Y así le esperaba en la cocina,
dispuesta a complacerle (aunque fuera irreverente y cortante con él porque,
ciertamente, sólo masticaba mientras ella, ciertamente, sólo hablaba)…
Y así pasaban los días en su reino; más allá de él, el mundo
era lo que oía por la radio, dogma de fe.
Y así pasaban entre su rutina, el teléfono, sus quehaceres,
sus productos de limpieza, su brusquedad dialéctica y su conciliadora actitud física.
Una tarde, mientras asaba pimientos en su impoluto horno,
escuchó en la radio cómo hablaban de masturbación y le asaltaron las dudas
sobre la trascendencia y expansión de dicho fenómeno. Cierto incendio debió
provocarle en la cabeza porque empezó a imaginar qué personas de su entorno
podrían hacer algo tan “de otra época”: ¿su
hermana, su cuñado, su marido, su yerno? Es por eso que, por la noche, empezó a
interrogar a su hija pequeña con inocencia, sin ningún tipo de morbo, por sus
prácticas porque, según el señor Manuel, cuando uno se casa ya no se masturba. “Hija,
¿y tú sabes si tu hermana se masturba?”. La menor de la señora Manuela se quedó
fascinada, una vez más, ante la falta de prudencia y tacto de su madre. “Pues
mamá, esas cosas son privadas y forman parte de la intimidad de las personas. No
puedes ir preguntando eso por ahí, así como así, porque, ¿con qué fin?”. Y
Manuela abrió la nevera y sacó una tableta de chocolate en silencio, un
silencio de armario viejo. Empezó a romperle el papel con descaro, con picardía
traviesa y se sentó a comer la primera doble onza. El chocolate se disolvía de
forma efervescente entre sus labios, su lengua… y lo tragaba suavemente con la
misma naturalidad con la que se quitaba las bragas cuando estaba en casa. Y
así, sin dogmatismo, ni drama, de forma clarividente y, por supuesto,
vehemente, declaró: “Bueno, esto quiere decir que tu hermana se toca el toto”.
Manuel se llamaba el padre, Manuela la mujer… y tenía dos
hijitas que se llamaban…