viernes, 22 de julio de 2011

Canción infantil


Manuel se llamaba el padre, Manuela la mujer y tenían dos hijitas que se llamaban…

Manuela se levantaba todos los días más tarde de lo que admitía. Se despertaba a las 7:15 para poner el café, recién hecho, a su marido y la bolsa de la comida a su hija pequeña. Tupper y fruta, siempre en la misma bolsa de tela. Antes de que marido e hija salieran por la puerta se metía en la cama porque, como ella bien decía, “dónde coño voy yo tan temprano”. Alrededor de las 10, con la rutinaria llamada de teléfono de su hija mayor, finalmente se incorporaba. “¿Dormida? ¡Qué va, si abrí el ojo cuanto tu padre se fue a las 7!”. Desayunaba en su hermosa cocina marmolosa frente a la tele y deglutía las interesantes y novedosas noticias del corazón con la misma avidez con la que masticaba cada una de las galletas del paquete entero. Sí, evidentemente esta cantidad también era negada ante notario sin pestañear, con vehemencia. Esto lo hacía muy bien Manuela. Una vez tuvo una gran trifulca con la propietaria de la casa pareja a la suya. Si bien es cierto que la señora llegó, sin motivo aparente, aporreando la puerta, gritando y escupiendo al pajarito de doña Manuela, también lo es que ésta la llamó cabrona y guarra. Tal espontaneidad le costó una denuncia por insultos. El día del juicio, el juez, ante la mirada atenta y degollada de la propietaria que no paraba de gritar, le preguntó a la señora Manuela si había insultado a la loca que tenían frente a ellos llamándola, literalmente, cabrona y guarra: “Señor juez, esas palabras no forman parte de mi vocabulario”, dijo con elegancia y una solemnidad incuestionable. Sí, Manuela era vehemente.
Después de desayunar, lavarse la cara, peinarse y ponerse sus pendientes (pero no las bragas, porque cortan la circulación) comenzaba el carnaval de la limpieza: bayetas, amoniaco, productos específicos para cada rincón y superficie de la casa... Las escasas pelusas supervivientes del holocausto del día anterior aguardaban agazapadas bajo la cama, silenciosas y frágiles, sus últimas horas, minutos, segundos hasta el mortal ¡zap! tragaldabas del aspirador. La limpieza gobernaba su día a día, su mundo, su forma de mirar a los demás, de verse a sí misma más inmaculada y resplandeciente en un universo de mediocridad. Se sentía digna de su marido, de su casa; se sentía mejor madre y mejor mujer. Por eso, ese “guarra” dirigido a la iracunda de la vecina era el peor de los insultos, lo más vejatorio y desproporcionado que Manuela podía pronunciar contra un ser humano.
Y pasaban las horas y se contaba las cosas que pensaba en alto mientras lavaba la ropa con un mimo artesanal para tenderla al aire libre izándola como bandera de la que se sentía orgullosa. Atusaba las hojas de sus plantas con sus manos, tocándolas, sintiéndolas; y con la misma delicadeza motivadora de vida, limpiaba a su pajarito, Pedro. Un nombre bastante absurdo para un canario que cantaba para la mejor de las audiencias, Manuela. Ella, por su parte, le contaba todos los últimos cotilleos familiares: “Te lo podrás creer… Si no les aguantan pero sí, hijo, sí, irán este fin de semana a casa de estos sólo para ir a su piscina. Y mira lo que te voy a decir, Pedro, que yo para mojarme el culo no le hago el papeleo a nadie, que antes cojo un vaso de agua y me lo echo en el chocho”. Sí, así era Manuela: vehemente, limpia, noble, maternal y auténtica.
Más tarde se arreglaba, más que coqueta, para que la viera guapa Manuel al llegar a comer a casa. Manuela vivía en un continuo noviazgo por más calzoncillos zurrasposos que lavara. Y así le esperaba en la cocina, dispuesta a complacerle (aunque fuera irreverente y cortante con él porque, ciertamente, sólo masticaba mientras ella, ciertamente, sólo hablaba)…
Y así pasaban los días en su reino; más allá de él, el mundo era lo que oía por la radio, dogma de fe.
Y así pasaban entre su rutina, el teléfono, sus quehaceres, sus productos de limpieza, su brusquedad dialéctica y su conciliadora actitud física.
Una tarde, mientras asaba pimientos en su impoluto horno, escuchó en la radio cómo hablaban de masturbación y le asaltaron las dudas sobre la trascendencia y expansión de dicho fenómeno. Cierto incendio debió provocarle en la cabeza porque empezó a imaginar qué personas de su entorno podrían  hacer algo tan “de otra época”: ¿su hermana, su cuñado, su marido, su yerno? Es por eso que, por la noche, empezó a interrogar a su hija pequeña con inocencia, sin ningún tipo de morbo, por sus prácticas porque, según el señor Manuel, cuando uno se casa ya no se masturba. “Hija, ¿y tú sabes si tu hermana se masturba?”. La menor de la señora Manuela se quedó fascinada, una vez más, ante la falta de prudencia y tacto de su madre. “Pues mamá, esas cosas son privadas y forman parte de la intimidad de las personas. No puedes ir preguntando eso por ahí, así como así, porque, ¿con qué fin?”. Y Manuela abrió la nevera y sacó una tableta de chocolate en silencio, un silencio de armario viejo. Empezó a romperle el papel con descaro, con picardía traviesa y se sentó a comer la primera doble onza. El chocolate se disolvía de forma efervescente entre sus labios, su lengua… y lo tragaba suavemente con la misma naturalidad con la que se quitaba las bragas cuando estaba en casa. Y así, sin dogmatismo, ni drama, de forma clarividente y, por supuesto, vehemente, declaró: “Bueno, esto quiere decir que tu hermana se toca el toto”.

Manuel se llamaba el padre, Manuela la mujer… y tenía dos hijitas que se llamaban…